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El diálogo, herramienta de construcción social.

 

La decisión de construir acuerdos implica reconocer la necesidad de escuchar sin prejuicios los puntos de vista de los otros, además de la renuncia a la tentación de imponer nuestras ideas a toda costa y a la frecuente trampa distractora de procurar consensos. Puesto como objetivo, el consenso termina siendo mentiroso; nos hace olvidar que es un medio y lo confundimos con el fin, cuando la verdad es que solo muy de vez en cuando surge de manera natural si las partes comparten tanto los sueños como las maneras de alcanzarlos. Lo más frecuente, tal vez lo deseable, es que los propósitos se logren tras valorar distintas rutas para alcanzarlos, en un ejercicio de diálogo que las pone a prueba y al final se impone con la fuerza de los argumentos la más viable, sin desconocer ni disimular que hay otros caminos posibles.

Los falsos consensos suelen esconder las diferencias, callar las voces contrarias, invisibilizar las rutas alternas. Es el unanimismo que se convierte en coro para la tribuna mientras se ahogan las notas disonantes; que esconde las diferencias como si no existieran, aumentando la marginalidad y la discriminación, profundizando la insatisfacción y ampliando las brechas. Un camino que no resuelve las diferencias, sino que las oculta no puede ser deseable porque se convierte en una caldera en la que se cocinan las peores rebeldías y los más agudos dolores.

El unanimismo, camuflado en la imagen de consensos sociales, que tiene como promesa una supuesta comunión de ideas, que derivaría en aparente tranquilidad, basa su esperanza en la errada convicción de que la imposición de un solo criterio beneficia la instalación de una sociedad sin conflicto. Nada más incompatible con la democracia.

Por el contrario, la diferencia es el lugar de encuentro; debemos celebrarla y tramitarla con respeto. Tenemos que aferrarnos a la palabra, al diálogo que impone la decisión autentica de escuchar las voces contrarias y valorar sus argumentos, para construir los acuerdos que nos permitan honrar el dolor ajeno, cerrar las brechas, propiciar los espacios y mirar dignamente a los demás. No es fácil ni sencillo, pero puede ser entretenido y fructífero. De hecho, es el mejor camino para generar confianza y llenar de contenido la esperanza, ya no como una actitud de anhelo, sino como un llamado a la acción, a la construcción colectiva. Además de la capacidad de escucha, implica encontrar los puntos comunes que servirán de mojones para edificar sobre ellos las bases de los acuerdos, de lo que nos une y nos convoca, de modo que se puedan definir modelos, rutas y estrategias para alcanzar los propósitos superiores.

Ese es el camino que deben transitar las sociedades democráticas. En él la universidad como escenario privilegiado del pensamiento y del desafío cotidiano del conocimiento tiene una responsabilidad trascendental: fomentar la cultura que se teje desde la palabra, los imaginarios y los sueños compartidos; la que describe y construye realidades. En ese universo que nos reúne, el que reunimos bajo la estructura física y mental que llamamos universidad, debemos reconocer y afincar el poder profundo de la unidad, que radica en reconocer las diferencias y desarrollar capacidades para trabajar en red con quienes las acunan. Considerar el valor inmenso que esa diversidad le suma a nuestros propósitos y nos ayuda a entender que acatar los acuerdos que surjan de un proceso trasparente, delicado e inteligente, en el que la fuerza esté en los argumentos, el impulso en el tamaño de los desafíos y la potencia en la dimensión de los sueños colectivos es más democrático y seguro que la falacia de un consenso que opera como el tapete debajo del cual se esconde aquello que nos negamos a ver o a mostrar. El diálogo es el camino, la herramienta, el instrumento que nos permite expresar y crear contratos sociales, acuerdos eficaces para vivir en comunidad.